Vengo a hablar de esa década de los noventa en la que la NBA era algo más que deporte. Era una narrativa global. Era mitología en movimiento. Era espectáculo.

En octubre de 1993, Michael Jordan se retiró del baloncesto. Lo hizo después de ganar tres campeonatos consecutivos y tras convertirse, con solo 30 años, en la figura más dominante que el deporte había conocido. La noticia fue tan impactante que parecía reconfigurar el propio mapa de la NBA. No era solo que un jugador se fuera. Era que el eje del juego, la medida de lo posible, el punto de referencia de todo… desaparecía.

Y sin embargo, el baloncesto siguió. Como siempre hace, como hacen todos los deportes. Emergieron nuevas historias, nuevos héroes. Los Houston Rockets, liderados por Hakeem Olajuwon, conquistaron los dos campeonatos siguientes. Lo hicieron con autoridad. No aprovecharon un vacío: lo llenaron. Olajuwon, valorado pero no tanto hasta entonces, desplegó uno de los juegos de pies más elegantes que se han visto en una pintura. Defendió, lideró y ganó. No hay un “pero” que deba acompañar a esos títulos. Se los ganaron a pulso. Fueron, en ese contexto, el mejor equipo de la liga.


Cuando en marzo de 1995, Michael Jordan anunció su vuelta al baloncesto con el icónico “I’m back”, algo se encendió de nuevo. Aquel año no bastó. Había óxido, había desajuste, había humanidad. Pero al año siguiente, todo volvió a la lógica. Trilogía nueva: 1996, 1997, 1998. Tres anillos más, otro MVP, más dominio. Los Bulls no solo ganaban: gobernaban. Y la figura de Jordan recuperó su trono con la naturalidad de quien nunca lo perdió.

Fue entonces cuando la perspectiva se ajustó. Lo que antes parecía una nueva era —los Rockets, los Knicks, los Magic— se empezó a entender como una pausa en el dominio de lo inevitable. Como si la historia hubiera tenido un paréntesis. Y aunque nadie con honestidad puede restarle valor a lo hecho por Olajuwon, ni a la competitividad de aquella liga sin Jordan, era evidente que cuando Michael volvió… el relato, simplemente, retomó su cauce.

Y no porque se forzara. No porque hubiera nostalgia. Sino porque todo respondía a una lógica casi matemática. Michael Jordan era el mejor. Y cuando el mejor está en la pista, su impacto no es una cuestión de opinión: es estructural. Cambia el juego, cambia a los rivales, cambia la sensación misma del campeonato. Porque lo que él tocaba se transformaba en medida.

Los grandes atletas hacen eso. No solo brillan: iluminan a los demás por contraste. Elevan el nivel de exigencia. Redibujan el mapa del talento. Por eso su ausencia nunca es solo una pérdida personal, sino un vacío sistémico.

Y es aquí donde, si me lo permiten, debo confesar algo, en realidad no he estado hablando solo de baloncesto, he estado hablando de MotoGP y de Marc Márquez.

Porque mientras algunos celebraban la consolidación de los nuevos campeones, mientras otros proclamaban el inicio de una nueva era con nombres como Bagnaia y Martín, lo cierto es que el trono estaba vacante. Márquez, como Jordan, había salido del juego en su pico absoluto, víctima de lesiones, dolor, operaciones, una Honda lejos de ser competitiva a su vuelta.

Y entonces ocurrió lo inevitable. Otros llenaron el vacío. Lo hicieron con talento, con trabajo, con justicia. Nadie debe restar mérito a lo que lograron. Pero ahora que Márquez ha vuelto, en igualdad de condiciones, con la misma moto, al lado del mejor representante posible de estos años, la narrativa empieza a reordenarse. Gana, lidera, impone respeto. Y, al hacerlo, despierta la misma sospecha que flotó en el aire cuando Jordan volvió: quizá, solo quizá, estos años fueron paréntesis. Historias válidas, sí. Pero transitorias.

Marc Márquez, como Michael Jordan, no solo compite. Reescribe. Su regreso no pone en duda los títulos anteriores… pero sí exige una revisión. Porque hay deportistas cuya sola presencia vuelve más difícil cualquier victoria. Y cuando esos deportistas regresan y dominan, no están destruyendo el relato anterior. Simplemente, lo están completando.

Así que sí, os hablaba de baloncesto.
Pero, si han estado atentos, saben que no era solo eso.
Porque en el deporte, como en la vida, a veces hace falta que vuelva el rey para entender realmente qué tan difícil era reinar en su ausencia.

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